Lo que la Selección española de fútbol se juega el miércoles 18 de junio de 2014 en el Estadio Maracaná de Río de Janeiro es infinitamente más que una Final anticipada, como tanto se repite estos días.
No hace falta ser muy mayor para asumir los resultados mediocres que, hasta no hace mucho, la Selección solía conseguir en las grandes citas; volvernos a casa a las primeras de cambio era la costumbre.
Pero eso no tiene nada que ver con lo que se plantea ahora: en primer lugar, porque las expectativas que la Selección española ha ido construyendo desde 2008 hasta el pasado viernes fueron muy distintas; de los eternos perdedores, de los siempre segunda o tercera fila, pasamos a ser los siempre campeones, los número uno indiscutibles en el ranking de la FIFA. Y esas expectativas de éxito se llevaron contra Holanda el más duro e inimaginable golpe bajo. En cuarenta y cinco minutos pasamos de la gloria al infierno.
Lo que está en juego contra Chile es la inyección de autoestima que el deporte rey aporta a un país que, en los últimos años, casi solo ha presumido de eso. Las consecuencias en las grandes esferas son las menos importantes: este mismo verano, millones de niños jugarán al fútbol orgullosos de la Roja, o sin ese orgullo.
El orgullo no está en la victoria; el orgullo está en el esfuerzo. El esfuerzo del jugador número doce es animar hasta el último momento.
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